A veces daría algunas cosas por comerme las mandarinas con la mitad del entusiasmo pueril de la inocencia. Esa que no vuelva nunca a asomar las pecas entre los pies.
Cuando la lluvia únicamente evocaba charcos que brincar.
Cuando el corazón, la piel y los pies eran ligeros como ternerillos que sueltan en el potrero.
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