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martes, 21 de septiembre de 2010

El guisante



El príncipe había cumplido veintiséis años, y había acabado de estudiar en el consejo de sabios más famoso de todos los contornos. El Rey estaba a punto de abdicar en su favor, con lo que heredaría grandes propiedades y pasaría a recibir y administrar directamente todos los impuestos. Por eso durante días, después de enviar juglares a todos los reinos cercanos, el palacio pululaba en hermosas princesas, herederas de grandes castillos, de carruajes tirados por todo tipo de animales, vestidas con oro y vestidos de color de la plata, ya que se había decidido que el príncipe, como cualquier príncipe sensato haría y por su felicidad, debía de elegir esposa. Habían pasado varios días sin ningún resultado. La corte entera disimuladamente  observaba detrás de las cortinas del trono para ver por qué no habían tenido éxito. Habían dejado a las jóvenes más hermosas y más ricas para el final, pensando que no había manera de encontrar un buen partido en el salón.
La primera niña era un amor, de largos cabellos negros como ala de cuervo, y piel blanca como la nieve. Tenía unas largas pestañas y los ojos del color del cielo cuando está amaneciendo. Pero fue quitada de inmediato de la lista de probables por que en las manos, tenía varias quemadas que se había hecho de niña. Los pajes más viejos  sólo se acordaron  de que al príncipe lo salvaron las humildes cocineras cientos de veces, por que era de niño terriblemente goloso y cada vez que podía andaba metiendo la neríz entre las ollas.
La segunda tenía el pelo rojo como fuego y los ojos entre grises y verdes, como la neblina en la montaña, pero cuando le preguntaron la edad, fué de inmediato descalificada, pues era dos meses mayor que el príncipe, y había la posibilidad que se arrugara antes que él con el paso de los años.
La siguiente era una niña que venía de muy lejos, en un carro tirado por tigres y leones de gran tamaño, dóciles como corderos. Tenía la piel negro brillante como una noche de octubre, el cabello largo y enredado como las hojas de los rosales y los ojos del color dorado de la miel.Tenía una sonrrisa perfecta, y una mirada misteriosa que dejaba ver su gran inteligencia, hablaba catorce idiomas y medio, y en los corillos del palacio se dijo que se había disfrazado de hombre y estudiado cinco años en el mismo consejo de sabios que el príncipe, y que incluso le había ganado los trofeos de sapienza a más de un noble de la región. Nadie en el reino había visto una niña tan hermosa, y toda las familias de  alcurnia estaba como hechizadas, pero la descartaron por que la sangre del trono debía seguir siendo azul, y la muchacha , muy indignada, no quiso punzarse un dedo con la aguja para ver de que color era la que tenía y se fué diciendo con voz dulce y fuerte, como de cinco ruiseñores y dos pájaros campana, una discurso que por suerte, no se pudo traducir.
La siguiente tenía la piel como porcelana, manos blancas y los ojos rasgados de un color turquesa, el cabello del color del ébano, largo hasta su delgadísima cintura. Había venido montada en un carruje tirado por dos elefantes cubiertos de oro y tenía siete sirvientas bellísimas, casi tanto como ella,  que  le lanzaban pétalos de flores multicolores que tenían perfumes exóticos y desconocidos. Sus joyas tenían más piedras preciosas que las que tenían los reyes en sus coronas, pero como tampoco quiso hacer la prueba de la aguja, se retiró del palacio sin oportunidad.
Otra era una casi una niña, andaba los brazos cubiertos  de brazaletes de plata, en donde se engastaban perlas, diamantes y esmeraldas. Tenía el pelo cubierto por un velo de seda roja, que combinaba perfectamente con los labios carnosos y pueriles.  Su piel era del color cobre bruñido y tenía los ojos almendrados color  aceituna, enmarcados por unas largas pestañas. Tenía a los pies dos leopardos de las nieves, casi más grandes que ella, que grácilmente caminaban sin correa alguna. Cuando bailó para el príncipe, ninguno de los presentes pudo articular palabra, pues estaban como embrujados por la belleza de sus giros y su agilidad de gato. Sin embargo, decían que venía de una región en donde se adoraban a muchas diosas, y eso era inadmisible.
Otra era la mejor amiga del príncipe. Correteaban juntos por el jardín desde que aprendieron a caminar, pero ya de mayor tenía el pelo de color ratón y usaba grandes lentes de carey. No hablaba más que tres idiomas, se había leido los libros de la biblioteca con el príncipe, pero su padre era un modesto duque que para sorpresa de los nobles del reino, veía por su hacienda en persona y sacaba rentas exiguas, pues era generoso con sus siervos . Cuando la Reina pasó la raya sobre el nombre sin ni siquiera mirarle la cara, algunos notaron  que la joven ocultaba una lágrima y las doncellas que estaban cerca no hicieron el mismo esfuerzo, por ocultar sus sonrisas. El príncipe se hizo como que no veía, con cierta pena, pero lo distrajeron los sonidos de las sedas y el olor mareante de los perfumes caros.
Fueron pasando muchas jóvenes, pero ninguna complacía ni al Príncipe ni a su Majestad la Reina. Una s eran muy altas, otras muy bajas, otras muy jóvenes, unas muy tontas, otras demasiado instruidas. Todas eran hermosas, así que no se entendía por qué era tan difícil. El día que se cerró las presentaciones, sin resultado alguno, una joven realmente hermosa tocó la puerta en medio de la oscura noche. Tenía el cabello rubio como el sol, unos ojos azules como el mar, los labios gruesos y grandes, y un semblante bondadoso e ingenuo. Era del reino vecino, conocida por su gusto inigualable en el vestir, y por gastarse muchos impuestos en arreglar la casa del anciano rey, su padre. Sin siquiera mirar a los que la atendieron exigió ver a los Reyes y solicitarles posada, pues su carruaje había quedado atrapado en el barro de los caminos y había llegado tarde a la presentación. La noble mujer que había cuidado del príncipe tuvo que ayudarle a quitarse la ropa mojada, y la niña aunque fríamente educada, le dejaba notar que para ella era muy rebajante que una anciana de tan ínfima categoría le atendiera. Después, por una idea de la Reina, el pobre Juan, el mayordomo tuvo que ir a buscar todas las sábanas, colchones y edredones de plumas por todo el palacio. La niña miraba con disgusto al reumático señor mientras subía y bajaba las gradas con mucha dificultad, puesto que ya era hora de dormir y aún no estaba lista su cama. Cuando la joven finalmente quiso tomar algo, pidió una sopa con especias de Turquía, que las pobres cocineras aún medio dormidas y muy acongojadas tuvieron que ir a preparar con el susto de que no le gustase, y la misma Reina tuvo que darles instrucciones de cómo servirla, pues era un platillo oriental tan fino, que la misma Reina con dificultad lo había tomado un par de veces cuando era joven y visitaba con su padre a un Rey extranjero. Finalmente, el mismo Príncipe, todo resfriado, tuvo que salir a las bodegas reales a buscar guisantes para su madre.

A la mañana siguiente, la niña se quejó delante de las doncellas que la ayudaban a vestirse, de lo impropio que era el recibimiento en ese castillo, de lo diferente que sería si una mujer como ella le enseñara a la servidumbre el debido respeto que se debía a los rancios abolengos, de lo poco elegante que resultaba no tener un lujoso cuarto de invitados listo todas las noches por si llegaba alguien de su categoría, según dió a entender, el Rey debía estar un poco afectado por la edad para permitirse un mayordomo medio cojo y la Reina estaba un poco perdida en las corrientes culinarias y arquitectónicas. Del  Príncipe explicó que era un hombre maravilloso pero  dependía demasiado de la madre, y tal vez si se casaba adecuadamente, podrían corregirle la manía de hablarle a la gente de forma directa y algo afectuosa, como si no fuera el futuro Rey. Luego empezó a quejarse en un tono mucho más fuerte del mal habido guisante que por error de alguno de los sirvientes, había dejado bajo los cincuenta colchones de plumas, y en tono más suave y más peligroso, que esperaba averiguar de quién era la torpeza. Cuando la Reina entró a la habitación a darle los buenos días, la niña comenzó a darle las quejas sobre el guisante pero de forma lastimera, enseñandole los verdugones que le había dejado en el cuerpo, casi llorando del dolor, diciendo que su piel era demasiado delicada y que alguien muy malvado la había sometido a una noche de sufrimiento indecible. Ella, que era toda pureza e inocencia no entendía a quién había ofendido en el castillo, para que se le tratara de aquella manera y estaba dispuesta a pedir perdón hasta al chico que cuidaba los cerdos si había incurrido en algún comportamiento indebido. La Reina feliz proclamó que ya había encontrado a la esposa del Príncipe, sin duda, la Princesa más sensible de todas.

La hermanastra


¿Cómo no odiarla si hasta limpiando la cocina tenía aire de reina? La cabellera rubia natural, que parecía de niña por lo bonita. La cara de inocencia y los enormes ojos azules. Ni el tizne de la cocina lograba opacar aquella belleza.
En cambio ella, con la cabeza llena de pelo de color ratón.

Sabía que no era culpa de nadie. Quiso el destino que su madre no fuera más que una triste mujer resignada a sacarle el mejor partido a los incautos viejos y viudos caballeros, y que ella no heredara ni siquiera su buen porte. No le gustaba la vida que llevaba. La educaron para buscar casarse con príncipes, y eso no le desagradaba en teoría, pero incluía mucho sacrificio.

Empezó por tratar de hacerse culta, como una buena princesa. Eso le encantaba, pero descubrió con pena que a cuanto duquesito o conde conocía, les espantaba la idea de que se instruyera. Entonces dejó los libros de lado y empezó con las clases de sensibilidad pero el guisante no era lo suficientemente importante para ella, así que la instructora furiosa la llamó caso perdido y la echó a cajas destempladas de la academia.
Después le dijeron que tenía que estar presente en los bailes de moda. Iba entonces con sus mejores galas, pero más de una vez los guardas de la entrada no la dejaron entrar, pues la etiqueta del lugar era demasiado exigente. Se conformaba entonces con ir a la posada en medio del bosque, donde los juglares pasaban después del trabajo y cantaban por gusto al público presente. Sin embargo allí nunca llegaban príncipes, y si a veces lo hacían, venían escoltados por dos o tres candidatas a ser la más hermosa del reino, por lo cuál ni hacía el intento de hablarles.

Una vez amó desesperadamente a un sapo. Era sensible, era dulce, era auténtico. Y ella lo veía hermoso en medio de todo el pantano, pero cuando al fin lo besó y se convirtió en príncipe, al sapo se le hicieron feas las manos que siempre fueron refugio, y un día de noviembre le dijo que el pantano era muy poco para él, que le agradecía el beso lo demás, pero que estaba seguro de que nunca sería feliz con ella. Y la dejó llorando mucho tiempo. Hasta que se dio cuenta que se había casado con la princesa del reino vecino, la que más de una vez quiso pasar con el carruaje por encima. Entonces dejó de llorar. .

Se había interesado por la brujería una vez, y hasta le dijeron que tenía talento natural, y que los lóbulos de las orejas y su perfil le ayudarían mucho a hacer carrera, pero no tuvo suficiente disciplina para aprenderse tantos hechizos, y la verdad no confesada es que no le gustaba destripar animales. La gente le había dejado de importar tanto, pero los gatitos, los sapos, las culebras, eran tan inocentes de su aspecto y destino como ella misma.

Con el pasar de los años se había vuelto muy amarga. Por eso ni notaba los maltratos a los que se sometía la hija de la última conquista de su madre. Para ella no era más que la hija consentida de un padre que ella no tuvo nunca. Sin embargo la vez que le llamó la atención, fue cuando el heraldo del rey venía a buscar a la dueña de la zapatilla de cristal, a aquella mujer divina que había vuelto loco al príncipe y a todos los hombres del reino en el baile.

No era justo, pensaba, no era justo. ¿Por qué ella, precisamente ella? La niña linda que le escupía la verdad en la cara todos los días, mucho más que cualquier espejo mágico. La que sin esforzarse nunca tenía bondad, elegancia, belleza, sensibilidad, gracia y otro montón de cualidades, a las que ella, por más intentos que hizo, nunca logró ni aspirar? ¿Por qué a ella en el nacimiento no le tocó un hada madrina? ¿Qué tenían de diferente cuando nacieron? No pudo evitarlo. Cerró el candado del cuartucho con rabia, no, no podía ser.

Después de la boda, y de resignarse a ser el hazmerreír del reino, se quedaba en el balcón viendo las torres del palacio. Viendo a su hermanastra pasar todos los días frente a su casa, en un carruaje de oro, con los frutos de su amor real en las piernas, siempre sonriendo, siendo amada por la plebe, admirada por todos los cortesanos, respetada por las brujas, ignorada por los monstruos.

Su madre no soportaba la maledicencia y se había ido a otra ciudad a sacarle partido a los restos de la belleza hechicera. A su hermana, la descubrió un día comiendo ceniza en la cocina. Cuando la fué a levantar, la miró a los ojos y descubrió el mismo dolor, la misma amargura, los mismos sapos que se fueron, las mismas ilusiones desterradas. Se dió cuenta que no la conocía, que ambas habían estado tan ocupadas buscando desesperadamente la felicidad, eran dos extrañas viviendo juntas. La abrazó y como pudo, le quitó los tizones de la boca y al subirla al cuarto, le hizo uno de los filtros para que durmiera. Esa noche había otro gran baile. La niña rubia de pronto tocó la puerta, vestida toda de gala, hermosa como una luna de plata. Les venía a otorgar el perdón real, y el privilegio si así lo deseaban de ir a vivir con ella y cuidar de sus sobrinastros. Ella miró por un momento el cutis angelical, miró el macetero lleno de begonias, el gato gordo que rebuscaba basura en el patio, el establo con unas cuantas vacas flacas, de dónde provenían sus únicos ingresos. Miró las torres de lejos que emanaban una luz tentadora. Se acordó de la hermana que había tenido que sedar , de la madre lejana que no se había tomado la molestia de escribir, de los sapos y princesas que le habían hecho la vida tan difícil, de las risas de las duquecitas cuando entraba a los bailes con sus ropas humildes y un poco ajustadas... Entonces, sinceramente, aunque no con mucha delicadeza, le agradeció a la señora el alto honor que les brindaba, que lamentaba declinar el bien de la salud de su hermana. Pidió, a cambio de los dones de los que no iba a disfrutar, un adelanto de cincuenta monedas de oro.

La princesa se los dió de buen grado aunque sin entender. Creía incluso que era lo que estaban esperando siempre, vivir con la realeza, que por eso la habían obligado a trabajar tanto. Habían sido malvadas, pero siempre orgullosas como para pedir dinero. Al día siguiente le contaron que en la antigua casa había un albañil, cerrando con ladrillos todas las ventanas que daban al palacio.

jueves, 16 de septiembre de 2010

La mariposa

Tus alas oscuras
siempre fueron el hogar de mis demonios.
Te odié tanto que a veces extraño
ver tu nariz asomándose,
el el marco de la ventana.
Nada ha cambiado desde entonces,
sin importar si hay o no leña para entibiar el cuerpo
tu olor se pegó a mi,
para bien o para mal.
Un hechizo se coló en el umbral de mi puerta
y te pintó en el fondo de los ojos
como un óleo oscuro y percudido.
El Insomnio te ha ha ayudado
a que escuche casi siempre ,
tu suave aleteo
cuando bailas en la madrugada
encima de mi casa, de mi casa y de mi paciencia.
Lo bueno, es que no te tengo miedo.
Ya no me pesan tanto tus escamas.
Ya perdiste el poder que tenías sobre mi.
Tu cara de salamandra,
tu voz que como colas de lagartija
se asoma en las repisas
ahora,
arrulla los pocos sueños que me quedan.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El ogro


El ogro filósofo del bar de siempre aterraba a todos con una racionalización brutal de cada cosa que se dijese en su presencia. No aceptaba ninguna idea sin analizarla, generalmente las dejaba junto a las cenizas del cigarro, colgando de hilos como las ranas de laboratorio. Era extraño, el Ogro tenía un excelente humor y hacía reír a todos con su lengua filosa,  pero no disculpaba la trivialidad más mínima. El no entendía que a veces uno dice las cosas sin pensar, para él, eso era demasiado inimaginable. Un día entró al bar la bruja del segundo piso con los ojos tristes , y conversaba con el Ogro hasta la madrugada   de las cosas que distraen por horas.Una noche de tantas,usando el poder que sólo dan los años y las malas experiencias, la bruja descubrió un terrible secreto, deslizándose en los ojos bohemios de su verde interlocutor. Había detrás de tantas y tantas razones,  ternura infinita, escondida bajo una gruesa capa de inconformidad. La bruja sonrió a medias y en un descanso de uno de los acalorados debates miró directamente al Ogro, sin decir palabra.
Un silencio aplastante se sentó en la mesa.
La bruja, para no incomodarlo, hizo que no se había dado cuenta y le dijo que iba a comprar cigarros en la barra. Cuando volvió, el Ogro había cambiado de postura, de tema y estaba haciendo burla de los duendes menores de peinados exóticos que llegaron a pedir cocteles de colegiala. De ahí en adelante, la gente notó extrañada que la bruja del segundo piso se daba el lujo de hablar de las noticias y del clima con el Ogro y que ya no trataban tanto de arreglar el mundo. La bruja sólo notó que la ternura se escapaba con más frecuencia  a través de brillo verde metálico y riéndose en secreto, pensaba que es muy fácil hacer amistad con los que alguna vez se han perdido en éste bosque de lágrimas.

La neblina



El día amaneció triste. Hacía mucho tiempo que no sabía si el gris estaba en las condiciones climáticas o en su casa. La brisa movía las hojas de los árboles con pereza, y un frío pequeñito se colaba por las hendijas de las puestas y ventanas. A veces el cielo se ponía negro como anunciando con bombos y platillos el aguacero. A veces deseaba que lloviera tanto que no pudiera oír sus propios pensamientos. Limpiar limpiar, trabajar trabajar. Volver a limpiar, a trabajar, volver a fumar. Quería que el tiempo pasara por los pasillos sin volver a verla, como todo. Se había preguntado muchas veces por qué uno no podía apagar la cabeza, como se apagaba la radio o la televisión. Ansiaba el silencio. Un total silencio.
No llovió al final de la tarde, pero una neblina espesa cubrió todo con sus manos blancas. No se veía ni la conciencia, ni las señales de tránsito. Prefirió caminar a la casa. De todas formas, tenía que llegar a limpiar, limpiar y limpiar hasta cansarse. Hasta que estuviera tan agotada que no tuviera fuerzas para pensar.
Era inevitable añorar. Pero al menos en la neblina densa como un algodón de azúcar le envolvía el cuerpo y se sentía como fuera del cuerpo. Al menos el frío le adormecía la mente y se imaginaba historias como cuando era niña, y soñaba despierta que un caballo mágico salía de la neblina y la llevaba volando muy lejos a un lugar en que por arte de magia ella era una princesa y todos la amaban.
Cuando llegó a la casa encendió la lavadora de una vez. Abrió las ventanas. Todavía soñaba con el reino lejano cuando se dio cuenta de que una llave había quedado mal cerrada y se había hecho un gran charco de agua jabonosa en el piso. Mientras lo secaba cayó en cuenta que era una adulta y no era bueno soñar como los niños. Que los cuentos de hadas que tanto le gustaban todavía eran un cruel reflejo de sueños no alcanzados y que para ser feliz por siempre había que ser la más hermosa. Se rió de sí misma cuando se vio de rodillas en el piso con un trapo y un balde recogiendo el agua soñando con ser una princesa de cuento. Y se rió amargamente pensando que Cenicienta no tenía las manos maltratadas, el pelo enredado como nido de oropéndola, el maquillaje corrido y esa ropa de limpiar tan manchada. No tendría seguro que ir al banco a pagar cuentas, llamar al casero cuando se dañaban las tuberías, ir a comprar pan en la mañana, tomarse la sopa de la noche frente al televisor para no recordar que estaba sola, depilarse las piernas , sentirse culpable cuando comía helados y caminar por todas las tiendas hasta encontrar ropa que pudiera pagarse. Y tampoco se habría enamorado tontamente del sapo que no quería ser príncipe de ningún relato y prefería tratar con las malvadas brujas que cambiaban las verrugas a punta de gimnasio, el libro de hechizos por abultadas cuentas de banco y las escobas por automóviles caros.
Cuando terminó de limpiar y lavar hasta el último rincón de su casa vio el reloj, apenas eran las ocho de la noche. Todavía estaban regados por ahí jirones de la neblina de la tarde, ocultando del mundo los malos pensamientos. Entonces fue a la biblioteca y tomó un gran libro ilustrado y muy viejo. La verdad, los cuentos no le hacían daño a nadie, la gente si.

Ella y la Felicidad


Las sombras del pasado se fueron coagulando al pie de los árboles. A veces de tanto autocompadecerse, se le olvidaba que tenía demasiadas golondrinas viajando del invierno al verano, y que las mariposas inundaban la tierra después de los aguaceros.

A veces el espejo le devuelve la causa indefinida de sentirse semilla enterrada o flores marchitas. Ella sabe que es tonto por que los espejos no abrazan, no escuchan ni te dan ánimos cuando la conocida tristeza se sienta a la orilla de la cama en las mañanas.

Sabe que si fuera como las otras, no sería ella. No vería la vida correr por los techos, escondiéndose en el asfalto, en la rutina, en el autobús. Debajo de las piedras y en el olor a pasto recién cortado. No reiría como un niño cuando mira un celaje o un nido con pajaritos. Si fuera como las otras el estorboso corazón no le pesaría tanto, y no se conmovería igual cuando se le meten colores en los sentidos.

Y se da cuenta en tardes de lucidez, que uno es realmente feliz cuando deja de buscar lo que no se le ha perdido.

La luz rosada de abril


La luz rosada del mes de abril baila en mi espalda.
Los pájaros que cantan pidiendo agua
se cuelan por las copas de los árboles.
Una sombra atraviesa la llovizna
que juega con mi pelo mientras anochece.
Eras Tú.

Dime que has venido a buscar,
después de tantos aguaceros.
Mis manos se cansaron de darte.

Ahora mil mariposas
juegan en mi casa cada día
sin importar si es bueno o malo.
Ahora la Esperanza se toma un café
conmigo en las mañanas
y la Alegría se revuelca conmigo en las madrugadas.

El filtro correcto


Una vez la bruja del segundo piso se levantó de la cama con los pies pesados. Tenía una media menos, y unos cuantos pecados de más. Normalmente huía de camas o corazones ajenos, pero a veces la lluvia o la soledad son engañosas, y llegan cuando uno menos lo espera.
La madrugada carecía de belleza aquella noche, no había ningún perfume en particular. Aquel ogro no era diferente a los demás, verde, egoísta, lejano … de los que piensan que se saben todos los hechizos.
Cuando por fin recogió las cosas en silencio, saliendo de la cueva como una neblina suave y húmeda, llegó al otro lado del bosque, encendió un cigarrillo y empezó a caminar tranquilamente. Cuando llegó a la casa, iba a encender el ordenador cuando vió algo en el espejo mágico que le dejó la sangre helada : se vió a los ojos y no estaban tristes, no había culpa ni del tamaño de un grano de arena, no había más irremediable vacío, y el silencio que revoloteaba en las noches como un murciélago torpe, se había ido.
Ese día en la mañana se depiló las piernas y le abrió dos botones a la blusa. Mientras fumaba se vió en el reflejo de la ventana y riendo se dijo a si misma que de haber sabido que un filtro de indiferencia contrarrestaba al del amor, hace tiempos lo habría tomado en las rocas.