Buscar este blog

martes, 21 de septiembre de 2010

La hermanastra


¿Cómo no odiarla si hasta limpiando la cocina tenía aire de reina? La cabellera rubia natural, que parecía de niña por lo bonita. La cara de inocencia y los enormes ojos azules. Ni el tizne de la cocina lograba opacar aquella belleza.
En cambio ella, con la cabeza llena de pelo de color ratón.

Sabía que no era culpa de nadie. Quiso el destino que su madre no fuera más que una triste mujer resignada a sacarle el mejor partido a los incautos viejos y viudos caballeros, y que ella no heredara ni siquiera su buen porte. No le gustaba la vida que llevaba. La educaron para buscar casarse con príncipes, y eso no le desagradaba en teoría, pero incluía mucho sacrificio.

Empezó por tratar de hacerse culta, como una buena princesa. Eso le encantaba, pero descubrió con pena que a cuanto duquesito o conde conocía, les espantaba la idea de que se instruyera. Entonces dejó los libros de lado y empezó con las clases de sensibilidad pero el guisante no era lo suficientemente importante para ella, así que la instructora furiosa la llamó caso perdido y la echó a cajas destempladas de la academia.
Después le dijeron que tenía que estar presente en los bailes de moda. Iba entonces con sus mejores galas, pero más de una vez los guardas de la entrada no la dejaron entrar, pues la etiqueta del lugar era demasiado exigente. Se conformaba entonces con ir a la posada en medio del bosque, donde los juglares pasaban después del trabajo y cantaban por gusto al público presente. Sin embargo allí nunca llegaban príncipes, y si a veces lo hacían, venían escoltados por dos o tres candidatas a ser la más hermosa del reino, por lo cuál ni hacía el intento de hablarles.

Una vez amó desesperadamente a un sapo. Era sensible, era dulce, era auténtico. Y ella lo veía hermoso en medio de todo el pantano, pero cuando al fin lo besó y se convirtió en príncipe, al sapo se le hicieron feas las manos que siempre fueron refugio, y un día de noviembre le dijo que el pantano era muy poco para él, que le agradecía el beso lo demás, pero que estaba seguro de que nunca sería feliz con ella. Y la dejó llorando mucho tiempo. Hasta que se dio cuenta que se había casado con la princesa del reino vecino, la que más de una vez quiso pasar con el carruaje por encima. Entonces dejó de llorar. .

Se había interesado por la brujería una vez, y hasta le dijeron que tenía talento natural, y que los lóbulos de las orejas y su perfil le ayudarían mucho a hacer carrera, pero no tuvo suficiente disciplina para aprenderse tantos hechizos, y la verdad no confesada es que no le gustaba destripar animales. La gente le había dejado de importar tanto, pero los gatitos, los sapos, las culebras, eran tan inocentes de su aspecto y destino como ella misma.

Con el pasar de los años se había vuelto muy amarga. Por eso ni notaba los maltratos a los que se sometía la hija de la última conquista de su madre. Para ella no era más que la hija consentida de un padre que ella no tuvo nunca. Sin embargo la vez que le llamó la atención, fue cuando el heraldo del rey venía a buscar a la dueña de la zapatilla de cristal, a aquella mujer divina que había vuelto loco al príncipe y a todos los hombres del reino en el baile.

No era justo, pensaba, no era justo. ¿Por qué ella, precisamente ella? La niña linda que le escupía la verdad en la cara todos los días, mucho más que cualquier espejo mágico. La que sin esforzarse nunca tenía bondad, elegancia, belleza, sensibilidad, gracia y otro montón de cualidades, a las que ella, por más intentos que hizo, nunca logró ni aspirar? ¿Por qué a ella en el nacimiento no le tocó un hada madrina? ¿Qué tenían de diferente cuando nacieron? No pudo evitarlo. Cerró el candado del cuartucho con rabia, no, no podía ser.

Después de la boda, y de resignarse a ser el hazmerreír del reino, se quedaba en el balcón viendo las torres del palacio. Viendo a su hermanastra pasar todos los días frente a su casa, en un carruaje de oro, con los frutos de su amor real en las piernas, siempre sonriendo, siendo amada por la plebe, admirada por todos los cortesanos, respetada por las brujas, ignorada por los monstruos.

Su madre no soportaba la maledicencia y se había ido a otra ciudad a sacarle partido a los restos de la belleza hechicera. A su hermana, la descubrió un día comiendo ceniza en la cocina. Cuando la fué a levantar, la miró a los ojos y descubrió el mismo dolor, la misma amargura, los mismos sapos que se fueron, las mismas ilusiones desterradas. Se dió cuenta que no la conocía, que ambas habían estado tan ocupadas buscando desesperadamente la felicidad, eran dos extrañas viviendo juntas. La abrazó y como pudo, le quitó los tizones de la boca y al subirla al cuarto, le hizo uno de los filtros para que durmiera. Esa noche había otro gran baile. La niña rubia de pronto tocó la puerta, vestida toda de gala, hermosa como una luna de plata. Les venía a otorgar el perdón real, y el privilegio si así lo deseaban de ir a vivir con ella y cuidar de sus sobrinastros. Ella miró por un momento el cutis angelical, miró el macetero lleno de begonias, el gato gordo que rebuscaba basura en el patio, el establo con unas cuantas vacas flacas, de dónde provenían sus únicos ingresos. Miró las torres de lejos que emanaban una luz tentadora. Se acordó de la hermana que había tenido que sedar , de la madre lejana que no se había tomado la molestia de escribir, de los sapos y princesas que le habían hecho la vida tan difícil, de las risas de las duquecitas cuando entraba a los bailes con sus ropas humildes y un poco ajustadas... Entonces, sinceramente, aunque no con mucha delicadeza, le agradeció a la señora el alto honor que les brindaba, que lamentaba declinar el bien de la salud de su hermana. Pidió, a cambio de los dones de los que no iba a disfrutar, un adelanto de cincuenta monedas de oro.

La princesa se los dió de buen grado aunque sin entender. Creía incluso que era lo que estaban esperando siempre, vivir con la realeza, que por eso la habían obligado a trabajar tanto. Habían sido malvadas, pero siempre orgullosas como para pedir dinero. Al día siguiente le contaron que en la antigua casa había un albañil, cerrando con ladrillos todas las ventanas que daban al palacio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario