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miércoles, 15 de septiembre de 2010

La neblina



El día amaneció triste. Hacía mucho tiempo que no sabía si el gris estaba en las condiciones climáticas o en su casa. La brisa movía las hojas de los árboles con pereza, y un frío pequeñito se colaba por las hendijas de las puestas y ventanas. A veces el cielo se ponía negro como anunciando con bombos y platillos el aguacero. A veces deseaba que lloviera tanto que no pudiera oír sus propios pensamientos. Limpiar limpiar, trabajar trabajar. Volver a limpiar, a trabajar, volver a fumar. Quería que el tiempo pasara por los pasillos sin volver a verla, como todo. Se había preguntado muchas veces por qué uno no podía apagar la cabeza, como se apagaba la radio o la televisión. Ansiaba el silencio. Un total silencio.
No llovió al final de la tarde, pero una neblina espesa cubrió todo con sus manos blancas. No se veía ni la conciencia, ni las señales de tránsito. Prefirió caminar a la casa. De todas formas, tenía que llegar a limpiar, limpiar y limpiar hasta cansarse. Hasta que estuviera tan agotada que no tuviera fuerzas para pensar.
Era inevitable añorar. Pero al menos en la neblina densa como un algodón de azúcar le envolvía el cuerpo y se sentía como fuera del cuerpo. Al menos el frío le adormecía la mente y se imaginaba historias como cuando era niña, y soñaba despierta que un caballo mágico salía de la neblina y la llevaba volando muy lejos a un lugar en que por arte de magia ella era una princesa y todos la amaban.
Cuando llegó a la casa encendió la lavadora de una vez. Abrió las ventanas. Todavía soñaba con el reino lejano cuando se dio cuenta de que una llave había quedado mal cerrada y se había hecho un gran charco de agua jabonosa en el piso. Mientras lo secaba cayó en cuenta que era una adulta y no era bueno soñar como los niños. Que los cuentos de hadas que tanto le gustaban todavía eran un cruel reflejo de sueños no alcanzados y que para ser feliz por siempre había que ser la más hermosa. Se rió de sí misma cuando se vio de rodillas en el piso con un trapo y un balde recogiendo el agua soñando con ser una princesa de cuento. Y se rió amargamente pensando que Cenicienta no tenía las manos maltratadas, el pelo enredado como nido de oropéndola, el maquillaje corrido y esa ropa de limpiar tan manchada. No tendría seguro que ir al banco a pagar cuentas, llamar al casero cuando se dañaban las tuberías, ir a comprar pan en la mañana, tomarse la sopa de la noche frente al televisor para no recordar que estaba sola, depilarse las piernas , sentirse culpable cuando comía helados y caminar por todas las tiendas hasta encontrar ropa que pudiera pagarse. Y tampoco se habría enamorado tontamente del sapo que no quería ser príncipe de ningún relato y prefería tratar con las malvadas brujas que cambiaban las verrugas a punta de gimnasio, el libro de hechizos por abultadas cuentas de banco y las escobas por automóviles caros.
Cuando terminó de limpiar y lavar hasta el último rincón de su casa vio el reloj, apenas eran las ocho de la noche. Todavía estaban regados por ahí jirones de la neblina de la tarde, ocultando del mundo los malos pensamientos. Entonces fue a la biblioteca y tomó un gran libro ilustrado y muy viejo. La verdad, los cuentos no le hacían daño a nadie, la gente si.

1 comentario:

  1. Linda historia, no pareciera común y aburrido hablar de sueños y cenicientas, le diste un matiz que antes nunca había visto, y la neblina ahorita incluso la veo en mi cuarto, todos somos tan duros al no querer soñar, si bien como dices no hace daño.. me encantó...

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